Una cascada de rabias

John Holloway*L

Las puertas se abren. Puedes sentir la energía acumulada incluso antes de que aparezcan los rostros. El encierro ha terminado. Es una represa que estalla y vierte un torrente de enojos, ansiedades, frustraciones, sueños, esperanzas, miedos. Es como si no pudiéramos respirar.

Todos hemos estado encerrados. Separados físicamente del mundo exterior. Hemos estado tratando de entender lo que está sucediendo. Un virus extraño ha cambiado nuestras vidas, pero ¿de dónde provino? Primero apareció en Wuhan, China, pero cuanto más leemos, más nos damos cuenta de que podría haber aparecido en cualquier lugar del planeta. Los expertos han estado advirtiendo durante años sobre la probabilidad de una pandemia, incluso si no comprendían qué tan rápido podría propagarse. No es que provenga de un lugar en particular, sino de la destrucción de nuestra relación con el ambiente natural. De la industrialización de la agricultura, la destrucción del campesinado en todo el mundo, el crecimiento de las ciudades, la destrucción de los hábitats de los animales salvajes, la comercialización de éstos con fines de lucro. Y aprendemos de los expertos que si no hay un cambio radical en nuestra relación con otras formas de vida, es muy probable que sigan apareciendo más pandemias. Es una advertencia: deshacerse del capitalismo o avanzar en el camino de la extinción. Deshacerse del capitalismo: en efecto, una fantasía. Y crece en nosotros el miedo y el enojo y, tal vez, incluso, la esperanza de que podría existir alguna manera de hacerlo.

Y a medida que avanza el encierro, nuestra atención cambia, va más allá de la enfermedad, a lo que nos dicen que son las consecuencias económicas. Estamos entrando en la peor crisis económica desde, al menos, la década de 1930. La peor crisis en 300 años en Gran Bretaña, nos dicen. Más de 100 millones de personas caerán en pobreza extrema, nos alerta el Banco Mundial. Otra década perdida para América Latina. Millones y millones de personas desempleadas en todo el planeta. Gente hambrienta, mendigando, más crimen, más violencia, esperanzas rotas, sueños destrozados. No habrá una recuperación rápida, es probable que cualquier recuperación sea frágil y débil. Y pensamos: ¿todo esto es porque tuvimos que quedarnos en casa durante un par de meses? Sabemos que no puede ser así. Pensamos un poco más, y nos damos cuenta de que, por supuesto, la crisis económica no es la consecuencia del virus, aunque puede haber sido desencadenada por él. De la misma manera que se predijo la pandemia, la crisis económica también fue predicha, aún más claramente. Durante 30 años, o más, la economía capitalista ha sobrevivido literalmente con dinero prestado: su expansión se ha basado en el crédito. Un castillo de naipes, listo para colapsar. Eso es lo que estamos viviendo ahora: el fuego de la crisis capitalista. Tanta miseria, hambre, esperanzas destrozadas, no por un virus, sino sólo para restaurar la rentabilidad del capitalismo. ¿Y si acabáramos por deshacernos de un sistema basado en las ganancias? Otra fantasía, pero más que una fantasía: una necesidad urgente.

Y hay más, mucho, mucho más, para alimentar nuestra ira en el encierro. Todo el suceso del coronavirus ha sido un gran desenmascaramiento del capitalismo, que se encuentra expuesto como rara vez antes y de muchas maneras. Para empezar, la enorme diferencia en la experiencia del encierro, que depende de cuánto espacio se disponga, de si tiene un jardín, o una segunda casa a la que pueda retirarse. En relación con esto, el impacto enormemente diferente del virus sobre los ricos y los pobres, algo que se ha vuelto más y más claro con el avance de la enfermedad. Y la gran diferencia en las tasas de infección y muerte entre blancos y negros. También la insuficiencia de los servicios médicos después de alrededor de 30 años de abandono. La terrible incompetencia de muchos estados en el orbe. La exposición de tantas mujeres a situaciones de violencia terrible. Todo esto, y mucho más, al mismo tiempo que los propietarios de Amazon y Zoom y muchas otras empresas tecnológicas obtienen beneficios increíbles, y el mercado de valores, impulsado por la acción de los bancos centrales, continúa con la transferencia descarada de riqueza de los pobres hacia los ricos. Y nuestro enojo crece, también nuestros miedos, nuestra deses-peración y nuestra determinación de que no debe ser así.

Y entonces se abren las puertas y se rompe la represa. Nuestras rabias y esperanzas estallan en las calles. Escuchamos hablar de George Floyd, oímos sus últimas palabras: No puedo respirar. Esas palabras dan vueltas y vueltas en nuestras cabezas. Sentimos una violencia, una violencia que explota desde nuestras entrañas. Pero ese no es nuestro camino, es el de ellos. Sin embargo, nuestras rabias-esperanzas, esperanzas-furias tienen que respirar, tienen que respirar. Y lo hacen: en las manifestaciones masivas contra la brutalidad policial y el racismo en todo el mundo, en el lanzamiento de la estatua del traficante de esclavos Edward Colston al río en Bristol, en la creación de la Zona Autónoma de Capitol Hill en Seattle, en la quema del recinto policial en Minneapolis, en tantos puños levantados hacia el cielo.

Y el torrente de enojos-esperanzas-miedos-hambres-sueños-frustraciones, va en cascada, de un enojo a otro, viviendo cada enojo y desbordando hacia el siguiente. La ira que arde dentro de nosotros no es sólo contra la brutalidad policial, contra el racismo, no sólo contra la esclavitud que generó las bases para el capitalismo, sino también contra la violencia hacia las mujeres y todas las formas de sexismo, y, por tanto, las enormes marchas del 8M resurgen nuevamente cantando. Y entonces no habrá una década perdida, ni desempleados, ni cientos de millones de personas arrojadas a la pobreza extrema. Y nadie morirá de hambre. Y entonces, sí, entonces, podremos respirar.

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