Riesgo catastrófico en RD

Por Mario Rivadulla

Recordar que el territorio nacional está atravesado por una falla sísmica que nos coloca en potencial riesgo de sufrir un seísmo de gran magnitud y reiterar la necesidad de estar debidamente prevenidos frente a esa posible eventualidad catastrófica es como llover sobre mojado.

La historia del país en este sentido registra  las veces que ha ocurrido y el doloroso saldo que ha dejado en cada ocasión en pérdida de vidas humanas y daños materiales.  Y voces de advertencia no escasean sobre la necesidad de incrementar los niveles de seguridad para tratar de reducir al máximo sus posibles consecuencias.

Si mal no recordamos, cuando ocurrió el seísmo que devastó la ciudad de Puerto Príncipe y dejó un saldo estimado en más de trescientos mil muertos en el 2010, sismólogos estadounidenses mostraron su extrañeza al expresar que el fenómeno telúrico estaba supuesto a ocurrir a este lado de la isla.  Obra de la caprichosa Naturaleza o de la Virgen de La Altagracia, no fue así, y resultó nuestro desgraciado vecino el que vio incrementando el cúmulo de infortunios que suma su traumática existencia.

Pero el riesgo permanece.   Y con frecuencia nos envía señales de que está latente.   ¿Estamos conscientes de ello y preparados para afrontar esa realidad tan inevitable y casi siempre ignorada como es la muerte?

El presidente del Colegio Dominicano de Ingenieros y Arquitectos, Guarionex Rosa, refiriéndose al tema afirma que en el país no ha ocurrido una tragedia de milagro.  Y, cuando realidad sabida, señala que hay una gran cantidad de edificaciones que no cuentan con las condiciones mínimas de seguridad para resistir un seísmo de mayor proporción, tal quizás como el ocurrido en Haití por encima de la escala de 7, por haber sido construidas de manera informal.  Esto, sobre todo, las levantadas antes de los años ochenta.

Frente a esta realidad que hemos abordado en varias ocasiones contando con el testimonio del muy calificado  geólogo Osiris de León, posiblemente el especialista más versado en la materia con que cuenta el país,  apelando al sentido de responsabilidad de las autoridades para adoptar cuantas medidas de prevención sean de lugar.  Hasta ahora, ha sido mucho mas el empeño que los resultados positivos logrados mientras la atención, inclusive de la propia ciudadanía, parece estar mucho mas focalizada en la pugna política que en cualquier otro tema, aún el de poner la vida a cubierto frente a un posible peligro cierto.

¿Cuántos edificios públicos cuentan con niveles adecuados de resistencia frente a un terremoto de gran intensidad?  ¿Hasta que grado sísmico están en capacidad de resistir los hospitales, las escuelas y otras edificaciones públicas?  ¿Cuál el nivel de riesgo de las torres habitacionales, cuyo número se ha multiplicado de unos años a esta parte y continúan construyéndose de manera acelerada?  ¿Qué va a pasar con tantas viviendas improvisadas, levantadas de manera irregular, con materiales endebles y sobre suelos arcillosos de baja consistencia?

En otro orden sobre todo de mayor importancia, ¿qué orientaciones se ha ofrecido al grueso de la población respecto a qué debe hacer para tratar de preservar su vida en caso de un seísmo o un tsunami, que a diferencia de las tormentas tropicales se produce de manera inesperada? ¿Cómo debe comportarse si queda sepultado bajo una montaña de escombros y que señales de socorro puede enviar para facilitar la labor de los rescatistas?

Como bien sostiene el presidente del CODIA hasta ahora, tal como señalamos antes, hemos sido un país bendecido por Dios, porque hemos escapado indemnes o con daños mínimos pese a la gran cantidad de asentamientos con que contamos en zonas de alto riesgo. Pero no podemos seguir jugando a la ruleta rusa ni al cuidado de la Providencia.   Porque esta, a fin de cuentas, tiende a perder la paciencia cuando no hacemos la parte del trabajo que nos corresponde, que es lo que lamentablemente está ocurriendo.

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